Encuentro 8: Institucionalizar la Misericordia – Guadalupe Sonego
Guadalupe Sonego
Muchas veces cuando una institución se va formalizando empieza a poner pautas, normas, criterios de admisión -quién entra y quién no, quién puede sostener y quién no-, y entonces terminan quedando afuera esas personas para las que precisamente se creó el espacio.
Entonces resuena una pregunta: ¿Cómo pensar instituciones en donde esta lógica del descarte, de la exclusión, en la que estamos insertos como sociedad, no sea una posibilidad? ¿Cómo pensar la educación si los adultos no tuviesen en la manga la posibilidad de la exclusión del otro? ¿Cómo sería el juego entre adultos, jóvenes y niños si no estuviera esa posibilidad? Teníamos que pensar una institución donde todos cupieran, donde todos tuvieran lugar.
Con esa pregunta rondándome en la cabeza, y en el año de la misericordia que había planteado el Papa Francisco, participaba de un retiro predicado por el hoy obispo auxiliar de la diócesis, él dijo casi al pasar una frase: – “Tendríamos que institucionalizar la misericordia”, y me quedó resonando. ¿Cómo hacer parte del ser institucional la misericordia? O sea que todo lo que se piense: el modo de hacer, de recibir al otro, de mirarlo, de pensar las normas, de pensar cómo intervenir frente a una transgresión, etc. Todo sea pensado desde esa lógica. Desde la lógica del reconocernos un igual con el otro, de la compasión, del caminar juntos, del considerar al otro mi hermano.
¿Cómo podríamos generar instituciones que estén pensadas desde esa lógica? Como punto de partida sería reconocernos a nosotros desde la propia fragilidad, desde la propia vulnerabilidad. Reconocernos como heridos a quiénes estamos conduciendo una organización, o formando parte de las comunidades, o sumándonos a un proyecto. Somos uno más de esta comunidad, y también tenemos necesidades, también necesitamos muchas veces de un abrazo, de la comprensión del otro, de la escucha del otro. También nos equivocamos.
Me parece un punto de partida básico, desde dónde me paro y desde dónde miro. Y no solo como una mirada personal sino también como una mirada de equipo. Si no corremos también el riesgo de los personalismos o de creernos salvadores o héroes. ¿Cómo poder pensarnos en la lógica de ser una comunidad que recibe, un equipo que recibe, en la que los jóvenes o la gente que viene al centro es parte de esa comunidad que acoge?
Nos vamos enfrentando también a muchas tensiones porque no somos ajenos a una cultura individualista, a una cultura meritocrática, a una cultura muy imbuida por el capitalismo en donde uno vale por lo que tiene y no por lo que es, dónde está primero la competencia antes que la cooperación, donde hay una idea de que las cosas se merecen.
Desde esa lógica nos merecemos el acceso a determinados recursos, nos merecemos determinados bienes si cumplimos con determinadas pautas, y se pierde la lógica de los derechos, la lógica de la dignidad de toda persona que por el hecho de existir es portador de derechos. También para corrernos de esa lógica necesitamos corrernos de otra, bastante frecuente en la Iglesia, que es la lógica de lo “moral”. Trabajamos con jóvenes que muchas veces están en conflicto con la ley, atravesados por el consumo y que a veces desde su propio consumo y desde sus heridas cometen errores.
Entonces aparece la tentación de decir: “Hay que merecerse esto”. Pasa cuando un pibe, una piba, tal vez transgrede alguna cuestión y nos genera una contradicción interna. Aún queriendo prácticas inclusivas, muchas veces generamos exclusiones. Pienso en frases que naturalizamos, por ejemplo: el tema de la junta, el de la manzana podrida, el tener que sacarlo… Y a veces justificamos nuestras propias acciones.
A modo de ejemplo: nosotros tenemos cursos de formación profesional que dependen del Ministerio de Educación y entonces comparten cierta lógica de la escuela formal. A veces recibimos planteos de los mismos instructores cuando buscamos incorporar la idea del centro en la que los pibes pueden participar como una institución abierta o cuando buscamos que los chicos más vulnerables también puedan sumarse a los espacios de formación en oficios. Aún sabiendo que hay pautas que tienen que flexibilizarse para que cumplan con el encuadre. Los pibes tal vez no vayan a poder sostener siempre un horario o la asistencia. Quizás uno cae detenido y por un mes no viene. Pero cuando vuelve la idea es que pueda retomar y esto genera muchas tensiones al interior del equipo.
Algunas de las tensiones que se planteaban dentro son: ¿Qué pasa con los que sí sostuvieron la asistencia? Porque tanta flexibilidad hace parecer que da lo mismo si cumplís o si no cumplís. – “Éste llegó tarde y al final se va a llevar lo que produce en el curso de panadería igual que el otro que vino desde temprano”. Muchas veces estas cuestiones generan ruidos que se van conversando en el equipo y se van buscando respuestas. No siempre es fácil. A veces el malestar se genera entre los mismos chicos.
Si bien muchos de ellos han pasado por una experiencia de exclusión, al momento de mirar al otro y de verse reflejados en el otro, son ellos mismos quienes piden más firmeza en los límites, más rigidez. Como al principio éramos un equipo pequeño sin nadie específico a cargo de la cocina, les pedimos a los chicos de gastronomía si el jueves por la noche podían cocinar para el grupo de adicciones que funcionaba el viernes al mediodía. Al principio se enojaron.
Si bien ellos se llevaban lo que producían y esto no estaba en riesgo sino que lo seguirían haciendo, estaban muy enojados porque sentían que ellos que venían a hacer el curso tenían que cocinarle a otros que eran unos vagos y que estaban en la esquina todo el día consumiendo y que venían de bajón a la institución. Les planteamos que ellos en realidad podían obtener el curso porque estaban en otro camino, en otro proceso, y que para ellos el curso implicaba la posibilidad de abrirse a un laburo, de tener una formación, y que el pedido ser trataba en realidad de una cuestión de solidaridad.
Así como ellos recibían este curso gratuitamente, tenían la posibilidad de hacer algo por otros que tal vez estaban peor, o no habían tenido la posibilidad que tenían ellos. De a poco se fueron relajando. Me acuerdo que uno nos dijo: “Bueno yo voy a venir al grupo”. “Sin ningún problema, estás invitado”. Después se fue aceptando entre los mismos chicos. Al mismo profesor al principio le resultó un poco molesto y después fue viendo que era parte de ese espíritu.
Me gustó mucho que una chica que viene al centro desde los 13 años y ahora tiene más o menos 23 y está estudiando psicología social, un día nos dijo: “Al principio no entendía por qué le abrían las puertas a estos pibes. Y ahora entiendo que son los que más necesitan. Entonces por eso hay que acercarnos porque ellos son los que más necesitan y ahora entiendo”. A mí me dio una alegría enorme escuchar eso porque podía experimentar que hay algo de esa mística que se va transmitiendo. Ahora es ella la que va llevando esa misma mística a su propia comunidad. Está todo el tiempo atenta al pibe que recayó, al pibe que está peor, te dice que vayas a ver a tal que está mal, que anoche estuvo re mal, que consumió un montón.
Los mismos chicos empiezan a encarnar eso y empiezan a preocuparse por otros de su comunidad. Los procesos son largos, cada uno tiene su tiempo, y tenemos que ofrecer oportunidades respetando la libertad del otro. La propuesta está pero cada uno la toma si quiere tomarla y a su tiempo, y cuando puede. Tal vez en un momento puede y en otro momento no. También desde esa misma pobreza, desde ese mismo límite.
Experimentar el propio límite también es un aprendizaje constante. No hay recetas únicas, sino que se van construyendo. Se va pensando en cada uno, y las respuestas se van generando en función de cada uno. Las pautas, las normas tienen que estar. Está bueno que haya un marco, un encuadre. Que dentro del centro sepamos que la idea es que nos podemos respetar, que no haya violencia, que podamos escuchar al otro, pero sabiendo que las situaciones van a estar. Que la tensión va a estar, que las situaciones de violencia se van a dar, que los conflictos también, y que eso es parte con lo que hay que trabajar.
A su vez, se darán situaciones que nos van a generar violencia interior, que nos van a sacar tal vez cosas que no nos gustan pero que son también parte de nosotros mismos. Miramos a la persona como persona: no tanto por lo que hace sino en su ser. Y entonces se apuesta a ese tesoro escondido que todos llevamos. Ahí se empieza a pensar respuestas creativas, y a construir con el otro por dónde cree que pasa su camino, algo particular especial de esa persona. “Soy mucho más de lo que dicen de mí. Somos mucho más de lo que dicen de nosotros.”
El desafío es cómo ir ayudándonos a descubrir que los que somos a veces no sale a la luz. Por un lado, esto puede ser por la falta de oportunidades que tuvimos. Por el otro lado, o por nuestras heridas que hicieron que nos pusiéramos una coraza o mostrar una careta, y entonces no mostramos verdaderamente nuestra riqueza interior, nuestro ser más profundo. El desafío es ayudar a sacar esos velos, esas caretas, para que aparezca el “yo profundo”.
No puedo desentenderme de la suerte del otro porque de alguna manera nos salvamos todos o no se salva nadie. El desafío de transmitir esa mirada, de generar esta idea de por qué todos nos tenemos que hacer cargo de las situaciones de exclusión y llevándolo hacia un contexto más general. Si no existe el peligro de quedarnos en esta idea de generar pequeños oasis. También nuestro desafío es transformar la sociedad y eso implica tomar partido en la construcción de la comunidad más amplia.
La misericordia no implica un vale todo. Implica también acompañar al otro a hacerse cargo de sus acciones y de lo que estas producen en sí mismo y en los demás. A veces implica ayudarlo a enfrentar su propia historia, su propia realidad, y acompañarlos. Es estar, acompañarlos a ir reconciliándose consigo mismo y también reconciliándose con esas situaciones, y a que pueda encontrar su propio camino desde ahí.
Me gusta mucho una técnica que hacíamos de chicos en el jardín. Pintábamos una hoja con crayones de muchos colores y arriba les poníamos tinta china negra. Después con el punzón íbamos haciendo un dibujo y salía el color de abajo. A veces siento que nosotros somos un poco ese artesano que va corriendo esa oscuridad y dejando que de cada uno brote el propio color. Ese color que es irrepetible, es único, que es la riqueza que tiene esa persona, que es el aporte que tiene para dar, y que principalmente él mismo se tiene que creer.
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