Viven en extrema marginalidad y muchos son adictos a la nafta o el paco antes de los 10 años; comunidades de Formosa se unieron para buscar una solución, sacarlos de la calle y ofrecerles un futuro
INGENIERO JUÁREZ.- Esteban es un chico wichi de 15 años que esconde su mirada perdida debajo de una gorra y exhala un fuerte olor a pegamento. “Empecé a consumir a los 7, pasta base, nafta, alcohol, lo que fuera. La droga me destruyó y me gustaría dejarla, pero no le gano, me dejó así”, dice, y con el gesto de sus manos busca abarcar su cuerpo flaco y desgarbado.
Fue perdiendo todo, incluso su identidad. En algunos barrios lo conocen como Cristian; en otros, como Chingolo. Nació en Chaco y se crio a los tumbos, en la marginalidad absoluta. Las adicciones lo alejaron de la escuela y lo acercaron al delito. Hoy vive en una de las comunidades wichis que conforman la periferia de Ingeniero Juárez, una localidad del oeste de Formosa que, según cifras municipales, tiene unos 19.000 habitantes, de los cuales 5000 pertenecen a pueblos originarios.
La historia de Esteban refleja la dura realidad que atraviesan cientos de niños y adolescentes aborígenes no solo de esa provincia, sino también de distintos puntos del país. Durante tres días,LA NACION recorrió el extremo oeste formoseño y conversó con referentes de media docena de comunidades, que coincidieron en que cada vez una mayor cantidad de chicos y a edades cada vez más tempranas -incluso desde los 8 años- se pierden en las adicciones.
Nafta, pegamento, pasta base, marihuana y alcohol etílico (a veces rebajado con agua o azúcar) son la cara más oscura de un drama desgarrador. Porque según los líderes wichis la droga trajo de la mano el delito y la violencia; porque no se cansan de asegurar que la zona está liberada a la venta; porque no saben cómo dar respuesta a un problemática que los excede y que hasta no hace mucho tiempo les resultaba ajena; porque sus jóvenes no tienen oportunidades ni proyectos de futuro.
Con ese panorama se encontró el sacerdote de la orden de los pasionistas Juan María “Juani” Rosasco (56) cuando llegó a Juárez desde Buenos Aires, hace cuatro años. “El día que estaba viniendo, en la ruta, escuchaba las noticias de enfrentamientos violentos entre jóvenes wichis y la policía -recuerda Juani-. Era pleno año electoral y esta es una sociedad muy politizada. Cuando nos pusimos a trabajar nos dimos cuenta de que había una utilización de los jóvenes, con reparto de droga, por parte de los políticos”.
La tensión se respiraba en el aire. “Organizamos varias asambleas con miembros de la población wichi y toba. La gran preocupación eran las adicciones, que se habían traducido en una violencia que hasta entonces no había habido en el pueblo. Todos querían hacer algo, pero no sabían qué y pedían ayuda”, cuenta Juani.
Así nació el Centro Barrial Enrique Angelelli, que abrió sus puertas a mediados de 2017 y que el sacerdote describe como una casa de acogida, una alternativa al vacío que busca ganarle horas a la calle. “No todos los chicos que vienen consumen, pero sí están en riesgo: es, sobre todo, un espacio de prevención. Acá encuentran una familia, en la que se los recibe con amor, pueden jugar, hacer deporte, tienen alguien que los escucha y se preocupa por ellos”, detalla Juani.
Funciona de martes a viernes, de 15.30 a 19.30, y asisten unos 50 niños y jóvenes por día, que llegan desde los asentamientos wichis más cercanos (los barrios Obrero, Curtiembre, Alberdi y Belgrano). Los recibe un equipo interdisciplinario e intercultural de criollos y wichis.
Pero esa es solo una de las patas de una iniciativa integral y ambiciosa que incluye además becas para universitarios; un espacio deportivo gestionado por la comunidad rural de Lote 8, del que participan 120 chicos, y la murga Elé (loro, en wichi) en Las Lomitas, que integran 70 jóvenes y donde se trabaja en conjunto con la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Desarrollo (APCD).
Es una tarde polvorienta de martes en que la térmica supera los 40 grados. Tímido, indeciso y arrastrando los pies, Esteban entra por primera vez al centro Angelelli. La escena lo conmueve: desde que le pregunten su nombre, lo inviten a sentarse y a tomar un tereré helado hasta ver a chicos de todas las edades que juegan al metegol o al jenga, dibujan, disputan un picadito y bailan el pin pin, la música tradicional de los carnavales de las Yungas.
“Desde que llegué, me dieron algo hermoso que nunca nadie me dio”, confiesa Esteban, refiriéndose a la contención del equipo del centro. Tras una pausa, agrega: “Sueño con dejar de ser lo que soy ahora”.
El centro -que funciona gracias un convenio con la Sedronar, con el que también se sustentan parte de los otros proyectos de prevención- integra la Familia Grande del Hogar de Cristo, una federación de 150 centros barriales en todo el país. Todos tienen como finalidad dar una respuesta integral a quienes atraviesan situaciones de vulnerabilidad social o consumo de drogas, poniendo en primer lugar a la persona, con un abordaje artesanal, “cuerpo a cuerpo”.
“Trabajamos con una espiritualidad o identidad común, que empezó con el padre Pepe Di Paola, cuando el papa Francisco, en ese entonces cardenal Bergoglio, le dijo: ?Ustedes tienen que recibir la vida como viene y empezar desde ahí'”, relata Juani.
En la cocina del centro, Antonia prepara la merienda: mate cocido y pan con picadillo. Para muchos, será la última comida del día. En el patio, Daniela Ayala, que es instructora de educación física, baila zumba con las adolescentes. También están las maestras de grado Estela Romero y Ebelia Rojas, que dibujan con los más chiquitos, y Karen Sánchez, que es psicóloga.
Raúl Toribio es el coordinador del centro. Wichi, nacido y criado en Juárez, cuenta que, dado el desconocimiento que tienen sobre la problemática de las drogas, las familias wichis (la mayoría se sustentan de pensiones, changas o empleos municipales) se encuentran en jaque.
“Primero empezaron consumiendo los adolescentes, pero hoy vemos chiquitos con nafta, porque destapando la moto de sus padres ya la tienen a mano. Muchos están en la calle y son las primeras víctimas, un blanco muy fácil”, sostiene.
A la vuelta de la esquina
La llegada del asfalto a Juárez hace algo más de una década; la migración del monte a la ciudad, la pérdida de sus tierras y el choque cultural; la situación de extrema vulnerabilidad en que vive el pueblo wichi, y la falta de alternativas son algunos factores que los referentes enumeran al hablar de la explosión de las adicciones en los últimos años.
“Estamos muy cerca de la frontera con Paraguay y Bolivia y las drogas acá circulan con total facilidad” es una de las afirmaciones que repite toda la comunidad. Ana Cravero, que integra el Equipo Diocesano de Pastoral Aborigen de la diócesis de Formosa, reflexiona: “Juárez antes era un lugar de paso de la droga, hasta que se empezó a convertir en uno de consumo de un modo muy acelerado. Conviene que los chicos consuman para vender, y después están los propios chicos que vendiendo se hacen una platita”.
En ese sentido, Juani agrega: “El pueblo wichi tuvo siempre problemas con el alcohol, pero con la llegada del asfalto empezaron a llegar otras cosas, haciendo que la droga sea un producto de muy fácil acceso en las esquinas. Se fue metiendo tanto en las familias que hoy la gran mayoría tienen al menos un miembro afectado por la adicción”.
Un primer recorrido por las calles de tierra del barrio Obrero, donde viven unas 300 familias en ranchos de adobe y casas muy precarias, basta para toparse de frente con esa realidad. Allí, cerca del sector que se conoce como barrio Alberdi o Laguna, a las 19, se ven grupos de adolescentes fumando pasta base, aspirando nafta o pegamento.
Para el equipo del centro, el suyo es un trabajo de hormiga. “Nos costó mucho generar un vínculo con los chicos”, asegura la psicóloga Karen Sánchez. “Este lugar vino a tapar un bache importante, porque más allá de campeonatos de fútbol o alguna actividad que organiza la muni o las escuelas, no hay espacios de recreación y contención sostenidos en el tiempo”, subraya.
Para la psicóloga, los resultados de este año y medio de trabajo están a la vista. “Vemos un cambio de conducta. Antes los chicos venían muy agresivos, no hablaban y por ahí explotaban en un acto violento. Hoy vienen con otras caras, otros estados de ánimo, nos cuentan lo que les pasa y eso nos muestra que algo está pasando para bien”, detalla Karen.
Juani nunca está quieto. En su camioneta visita casi a diario alguna de las 25 comunidades de pueblos originarios de la zona. Sus proyectos a futuro son grandes: junto a los jóvenes de Tres Pozos y Lote 27, quieren desarrollar un lugar de recuperación “para aquellos que están más complicados” en las tierras ancestrales wichis de El Pajarito, junto al río Bermejo.
“Por ahora, hacemos campamentos en el lugar, pero la idea es que allí haya un grupo de forma estable que reciba a quienes busquen una salida a las adicciones. Que sea un espacio de contención, sanación, pertenencia y vida sana. Ese es nuestro sueño a largo plazo”, concluye el párroco.
El reclamo de una solución unió a los líderes comunitarios
Todos coinciden en que es una de las problemáticas más graves y urgentes; juntos, anhelan encontrar respuestas
La problemática de las adicciones no es exclusiva de las comunidades wichis que conforman la periferia de las localidades más grandes del oeste de Formosa, como Ingeniero Juárez y Las Lomitas, sino que también afecta, aunque en menor medida, a las poblaciones rurales del monte.
Un ejemplo es el de Teniente General Fraga, a 30 kilómetros de Juárez, donde hay 20 familias. Carlos Méndez (34) es el referente de la comunidad. De sus cuatro hijos, el mayor, de 14, tiene problemas de consumo.
“Acá, en la provincia, las drogas están en todos lados: los chicos me cuentan que llegan hasta las escuelas. Para nosotros es muy triste, porque como pueblos originarios conocíamos el alcohol, pero no las drogas, eso era algo de los ricos, de los criollos”, cuenta Carlos, y continúa: “Hoy estamos sufriendo mucho por esto. Todos sabemos que la droga viene de afuera y no sale de las comunidades, como a veces se dice en los medios. Entra de noche y se reparte como caramelos. Después se persigue a los originarios porque se drogan y son violentos, pero nunca se habla de quienes la venden”.
Los líderes consultados coinciden con ese diagnóstico. En Las Lomitas, a 150 kilómetros de Juárez y en cuyos márgenes hay una decena de comunidades originarias, está la sede de la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Desarrollo (APCD), que lleva 31 años de trabajo en la zona.
Allí se reúnen para conversar con LA NACION Silverio Moreno, presidente de la asociación civil de La Pantalla ?varias comunidades se organizan de esa manera?, donde viven 150 familias, junto a Gabriel Saravia, un joven de 27 años, y Mario (ese no es su nombre real), otro referente que prefiere resguardar su identidad; Rosa Zulema, de Pampa del 20 (23 familias); Amílcar Cano, de Lote 47 (100 familias); y Alejandro Ramírez, agente sanitario de Tres Pozos (93 familias).
Pocos recursos
Silverio y Amílcar afirman que, en sus comunidades, la mitad de los jóvenes están en consumo, y que ya murieron algunos chicos por esa problemática. Coinciden en que los adolescentes “pierden la esperanza en la educación”, porque terminan la escuela y no consiguen trabajo. Tampoco tienen recursos para capacitarse en oficios.
“Las drogas son un problema nuevo para nosotros. Se empezó con la inhalación de la nafta y el pegamento, y después llegaron el faso y la pasta base”, dice Mario, y sigue: “El problema también está en los comercios, porque nuestros hijos compran y mezclan pastillas de venta libre en la farmacia. Buscamos que se deje de vender en las ferreterías Poxiran, pero ya renunciamos: nadie controla”.
A todos les duele que en sus comunidades no haya ofertas de talleres y actividades recreativas para los jóvenes. “Están todo el día sin hacer nada, y ahí viene el pensamiento de las cosas malas”, sostiene Mario.
Frente a esa realidad, Gustavo Núñez, referente del área joven de APCD, subraya que el objetivo es fortalecer, a través del arte y con un abanico de propuestas como la murga Elé, la autoestima de los jóvenes. “Su marginalidad es doble: por ser pobres y adictos, y por pertenecer a una cultura que la gente de ?la otra sociedad’ no entiende o no quiere entender”, describe.
La prevención, mediante actividades que atraigan a los jóvenes, es uno de los ejes de APCD. “El trabajo con los wichis es de corazón a corazón. Cuando ves que un chico de la murga se siente útil y reconocido, sentís que todo vale la pena. Festejamos cada pequeño triunfo, que es que un niño o joven pase un día alejado de las drogas y contento”, cuenta Gustavo.
Buscan cambiar la realidad a través del estudio
Con becas, ayudan a que más jóvenes wichis accedan a la universidad´
En 2006 e invitados por el Equipo Diocesano de Pastoral Aborigen de la diócesis de Formosa (Endepa), varios dirigentes de comunidades originarias asistieron a un encuentro con el entonces cardenal Jorge Bergoglio, a quien le pidieron apoyo para que los jóvenes wichis pudiesen ir a la universidad. “Plantearon que necesitaban becas para sus hijos. Había tres jóvenes que ya estaban haciendo una carrera con mucho sacrificio: uno vivía en el lavadero de una terraza. Hoy es licenciado en matemáticas y está haciendo el doctorado”, cuenta el sacerdote Juani Rosasco.
El pedido no era solo de apoyo económico, sino también de contención y acompañamiento en el recorrido de la vida universitaria. Así surgieron las becas para estudiantes, que se sostienen gracias a donaciones. Estas les permiten a los jóvenes wichis poder pagar los alquileres en la ciudad de Formosa, a donde asisten a universidades públicas, así como otros gastos de sus estudios.
Allí, además, cuentan con una sede con computadoras y acceso a internet, y asisten a distintos talleres y capacitaciones semanales.
Hasta el momento, las becas beneficiaron a más de 100 jóvenes, 15 de los cuales ya se recibieron. “Cada beca es de 5000 pesos por mes, pero los donantes, a quienes los estudiantes llaman ?los solidarios’, ponen lo que pueden”, explica Juani.
Actualmente, tienen 23 estudiantes becados. “Nos está faltando cubrir 25 becas más, que es la demanda que tenemos en lista de espera, y no estamos pudiendo satisfacer”, sostiene el sacerdote, quien aclara que todas las donaciones, cualquiera que sea el monto, marcan una diferencia.
“Con el equipo siempre decimos que cada estudiante universitario nuevo es un chico menos que cae en la droga”, subraya Juani.
Cómo ayudar
Para colaborar con las becas de los estudiantes wichis o con alguno de los otros proyectos de prevención de adicciones que realiza el centro barrial Enrique Angelelli, comunicarse con Juani Rosasco escribiendo a juanicp@parroquiasantacruz.org.ar
Para ver Nota original del Diario La Nación: https://www.lanacion.com.ar/2225244-sin-titulo