“La Metáfora de la Rodilla” Por: Ramiro Pino
“La Metáfora de la Rodilla”
Por: Ramiro Pino
Contemplando una paradoja vincular…
El gris del lluvioso y frío día otoñal asomaba por la pequeña ventanilla de la recién inaugurada oficina, mientras entre el remanente del polvillo de la pequeña obra de inauguración apoyaba la mochila y el casco de la moto. Las manos frías devolvían el llavero a su lugar, y María tocó la puerta para pedir hablar un rato. “Claro, pasá” fue la respuesta. “Dejame desensillar un poco y charlamos” le comenté, mientras advertí las primeras lágrimas cayendo de sus irritados ojos.
Ojos irritados no por alguna sustancia, ni por el polvillo de la reciente inaugurada casita (aún en obra) del Hogar que ya ha cumplido más de una década, sino por reflejar esa necesidad que en el corazón traía de llorar, de poder sentarse frente a alguien y, adueñándose de su lenguaje, evacuar la angustia que la invadía.
“No quiero ir más a la escuela en la que me anoté para terminar la secundaria, no me gusta cómo me tratan”, comenzó a expresar. Ante una cálida escucha continuó: “además ayer llegué más temprano a casa y me moría de ganas de consumir, estaba re sola, si me pasaba algo, o me cortaba o me ahorcaba, ¿quién se iba a dar cuenta?”. El corazón iba encontrando el eco para expresar aquello que venía cargando hace ya varios días en esas palabras que, lentamente, iban saliendo de los labios de María al compás de las lágrimas que caían de sus ojos, lavando la angustia que en su interior traía.
Es que, hace un tiempo, ella tomó la decisión de separarse de su ex pareja, con quien venía teniendo desencuentros y malentendidos. No se hacían bien mutuamente, y vieron que quizás eso era lo mejor. Se mudó entonces a vivir a casa de su hermano, en una villa de emergencia ubicada en el partido de Lanús, en la profundidad del conurbano bonaerense.
Sin embargo, ese hermano está hace ya mucho tiempo mal. Pese a tener su casa, duerme sólo alguna noche contada del calendario mensual allí, ya que el resto del tiempo lo pasa alumbrando su rostro con la llama del encendedor que ilumina su pipa para poder fumar Paco, mientras que paradójicamente y al igual que tantos y tantas que se hallan hoy perdidos, va oscureciendo su existencia, camino hacia un túnel estrecho y de cada vez más difícil salida.
Es que, al igual que María, su hermano también ha peleado como ha podido. Logró conseguir esa vivienda donde se instaló e intentó trabajar un tiempo para solventar una vida lo más adaptada posible a las exigencias del esquema social, aunque pudiendo sostener dicho objetivo durante un muy breve lapso.
Ambos se vieron separados desde muy pequeños, cuando María apenas tenía la edad de 12 años, y en lugar de reclamar independencia necesitaba acompañamiento, calidez y contención. Sin embargo, nacidos en un núcleo familiar completamente desmembrado, los distintos hermanos fueron huyendo a donde fueron pudiendo, para resguardarse de los sufrimientos que aquellos vínculos primarios ocasionaron. Vínculos que, aunque debieran haber sido lugar de cuidado y cariño, aparecieron como plataformas pertinentes para la inscripción de heridas que desmembraron los corazones, y cuyo impacto llevará mucho tiempo, quizás la totalidad de la vida, al menos intentar sanar.
Manteniendo un vínculo virtual a través de las redes sociales, compartieron algunas de las vicisitudes que tuvieron que enfrentar a lo largo de su devenir subjetivo, hasta que hace algunos años se reencontraron. Ambos con existencias colmadas de tropiezos, saciadas de sensaciones de culpa y recogimiento, intentaron caminar juntos. Iniciativa que no pudo sostenerse, debido al consumo problemático del descarte de parte de los descartados.
Consumo que fue subsumiendo esas vidas a la situación de calle, prostitución, delincuencia, violencia, y las tantas exposiciones a riesgos de las que, quienes acompañamos a diario a aquellos que sufren esta circunstancia, somos testigos. Contagio de enfermedades infectocontagiosas, HIV, tuberculosis, sífilis, hepatitis, y otras tantas cuestiones cuyo impacto desahucia incluso al corazón humano más férreo y constituido.
Consumo del que se comenzó María a recuperar al insertarse en el Hogar. Al empezar a sentirse involucrada en una comunidad que la recibía como estaba, sin tener que justificarse de por qué estaba con ropa sucia, zapatillas rotas, alguna cicatriz o tan delgada. Sin tener que explicar por qué estaba como estaba, y teniendo paciencia a esos brazos que, con suma rigidez y mostrando el estar en guardia (propio de un corazón humano tan profundamente herido), eran hasta resistentes al dejarse abrazar.
Sanación que fue aconteciendo paulatinamente, tomando el tiempo como espacio de procesos subjetivos en la medida en que se fuesen dando con naturalidad e inmanencia, sin plazos preestablecidos o requisitos de mejoría subjetiva que justificasen el éxito del dispositivo de acompañamiento planteado.
Miradas humanizantes que eran resistidas por ese endurecido semblante, pero que poco a poco pudieron ir permeando en la subjetividad, buscando reparar algo del daño sufrido a través del sentirse abrazada, querida y cuidada. Vínculos comunitarios supletorios de una familia nuclear desmembrada, producto no de una maldad o intencionalidad negativa, sino del atravesamiento intergeneracional de la degradación de ese tejido social que viene disolviéndose en nuestra patria hace ya tantas décadas, dando lugar al individualismo, la sociedad de consumo, el consumo de sustancias y la exclusión, y el consecuente impacto sobre aquellos que aparecen como los depresivos, fracasados, delincuentes, fisuras y otros tantos olvidados que van quedando por fuera del sistema.
Comunidad que recibió su vida como vino, acompañando a su tiempo, intentando dar respuestas acorde a la complejidad de la demanda. Generando el espacio interno necesario a partir de la calidez, el abrazo y el amor para poder recuperar el valor para poner en palabras aquello no dicho, no expresado, que desde un encapsulamiento interior iba siempre desgastando la subjetividad. Fuente de angustia inagotable, de dolor y de fractura. Grieta que pudo ir sanándose al poner allí palabras, dolor que pudo ir calmándose al hablar.
Espacio de inserción comunitaria, de reparación del tejido social, que devolvió la dignidad humana de ser no sólo sujeto de derechos, sino hija profundamente amada por Dios. Familia grande del hogar en la que pudo ir recomponiendo vínculos, animándose a brindarse y abrirse, romper ese aislamiento en el que trabajaba el calor de esa pipa que incineraba la sustancia que oscurecía la existencia, para instaurar allí vida y vida en abundancia.
Labios que antaño supieron ser quemados por el aluminio del tubito, hoy mostrando alguna cicatriz de dicha situación (marcas que curadas no representan dolor sino que testifican el haber andado un camino de sanación), que esta vez estaban modulando para poder decir, a través del lenguaje y no del consumo de una sustancia, que se está sintiendo sola.
Sensación que no describe una soledad que abarca la totalidad de su vida, sino simplemente un estar sola en un momento puntual. Labios que ya no necesitan volver a ser llagados por el calor de un tubito, al encontrar en el otro un oído, una mirada, una escucha, un abrazo, una palabra y un acompañamiento real y concreto, que toma sus necesidades y junto con ella se pone a andar para resolverlas.
Sensación de sentirse sola en casa de su hermano, pero que es calmada en la inserción en la comunidad. Que es escuchada, alojada y sentida por otros y otras que, al igual que ella, y reconociéndose también frágiles, con el corazón expuesto y las marcas propias del camino que el nombre y la identidad de cada uno fue escribiendo; la comprenden y acompañan.
Sensación que al ser hablada pudo culminar en una sonrisa que despejaba la angustia del rostro en la oficina, cuando Jesi, una compañera, la invitó por algunas noches a su casa a dormir y compartir, ya que a ella le venía sucediendo algo parecido.
Vínculos secundarios de la inserción en un tejido social comunitario que no sólo suplen la ruptura de aquellos vínculos primarios sino también sanan las heridas que la misma ha dejado en el corazón, para recoger las marcas de esas existencias y acompañar a esa persona en la construcción de un futuro nuevo, distinto, junto a otros. Paradoja vincular que al ser contemplada, deja mucho para reflexionar…
Algunas reflexiones sobre esta paradoja vincular: la “Metáfora de la Rodilla”
Hace ya más de un mes, el Padre Charly compartía en la reunión de la cooperativa un pensamiento acerca del Hogar, al que podemos llamar “la Metáfora de la Rodilla”.
Sentado en la esquina del salón de la Casa Libertad recitaba (con el perdón del traumatólogo que pueda leer las siguientes líneas) que al lesionarse los ligamentos que sostienen la rodilla en su lugar, hay dos tratamientos para poder conservarla lo más apta posible: reparar dichas estructuras mediante un procedimiento quirúrgico en los casos en que se pueda, o a través de una acción supletoria producto del fortalecimiento de los músculos adyacentes. Es decir que, si los ligamentos (estructuras primarias que sostienen la rodilla en su lugar) se cortan y ya no pueden volver a repararse, pero se fortalecen los músculos secundarios, esa rodilla (no sin secuelas de la lesión), puede continuar funcionando, permitiendo a la persona, por ejemplo, caminar.
Esta reflexión a la que me atribuyo la libertad de bautizar como la “Metáfora de la Rodilla”, resulta sin duda alguna muy ilustrativa de aquello que sucede en el Hogar de Cristo, nuestro espacio de Iglesia que busca ser destacado no por la excelencia en el tecnicismo de sus abordajes, sino simplemente por aquello que consideramos más valioso: la calidad de los vínculos que entre quienes allí estamos tejemos, y el consecuente impacto sanador que eso tiene para todos nosotros, que nos reconocemos frágiles e iguales. Vínculos humanizantes que nos hermanan y hacen comunidad y familia, en la que nos recibimos, sanamos, alojamos, florecemos, desplegamos, acompañamos y festejamos.
Es que, el Hogar de Cristo ya desde sus orígenes recibió el mandato de quien hoy es nuestro Papa Francisco de recibir la vida como viene, en toda su complejidad. Mandato que aparecía como mucho más que un eslogan, constituyéndose en sí mismo una eclesiología, una forma de ser y vivir la Iglesia. Había que dejar en pensar en derivar el sufrimiento del hermano perteneciente a la comunidad que veía su vida arruinada por el Paco, que comenzaba alrededor del 2001 a inundar las calles de Buenos Aires. Había que hacerse cargo de la vida del otro. Ese era el verdadero sentido de ser comunidad. No filtrar la vida que venía pidiendo ser escuchada, recibida y alojada. No poner un criterio de admisión, de ingreso, un protocolo de tratamiento, plazos o fases predefinidas y un alta. No, claramente no. La vida era mucho más que eso, aquél que se acercaba era un don de Dios, y había que recibirlo como venía, e intentar desde la fragilidad y la pobreza de cada uno, responder a sus inquietudes y necesidades, acompañando desde la complejidad necesaria.
“Recibir la vida como viene” que marcó no sólo un abordaje terapéutico, sino un modo de construir comunidad. Donde lo central no eran ya las exigencias litúrgicas del culto, la formación catequética o la pureza de espíritu acorde a la exigente moral, sino algo mucho más concreto y alusivo a la sencillez del Evangelio: la caridad.
Es que, el punto de partida del Hogar fue la caridad. El intento de vivir aquello que en el Evangelio se deja tan claro y sencillo: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, visitar al enfermo o al preso, vestir al desnudo, sabiendo que en el rostro de aquel que viene más roto por el consumo de Paco está Cristo crucificado. Amor del profundo, el que contempla y asume el sufrir para acompañar en la sanación.
Vínculos humanizantes que denotan el modo de ser Iglesia que buscamos vivir, aquello que se recibió como mandato y que atesora la riqueza de la construcción comunitaria: aquí hay lugar para todos, y te queremos tal cual sos, sin importar cómo llegaste a donde estás, sin pedirte que te pongas mejor para poder estar, sin ponerte requisitos para acceder al encuentro. Aquí sos bienvenido, y si te sentís parte y te animás, te acompañamos para que te pongas mejor.
Vínculos humanizantes que intentan hacer de aquella caridad evangélica la marca de la eclesiología que se intenta vivir. Vínculos que van sanando, reparando, construyendo y animando a encarar los sueños y proyectos que alguna vez cuando se era niño y los ojos brillaban pugnaban en el interior por ser puestos en marcha, pero que las vicisitudes de la exclusión fueron apagando y extinguiendo.
Vínculos humanizantes secundarios que buscan hacer sentir queridas a las personas para que al ponerse bien puedan también ayudar a otros. Vínculos que, como se plasma en la “Metáfora de la Rodilla”, buscan reparar aquella ruptura en los tejidos sociales primarios, sanar aquellas heridas para que, sin ocultar las secuelas, marcas o cicatrices, puedan las personas que se encontraban muertas resucitar a la vida, puedan aquellos que se habían perdido ser nuevamente encontrados, siendo eso inmenso motivo de gozo y alegría.
Vínculos que, como fue entre María y Jesi, puedan marcar que siendo comunidad y estando unos disponibles para otros, podemos todos juntos apoyarnos en los demás, mitigando nuestras fragilidades (que no son motivo de desprecio sino lugar de misericordia y redención), y animándonos a intentar volver a ponernos a andar.
Paradojas vinculares que encuentran reparación en la lógica del Evangelio, la lógica de nuestro Dios, que nos invita una y otra vez a construir nuestros sueños para completar Su obra en nosotros, sabiendo que detrás y en el seno de la Iglesia hay una Familia Grande con la humilde vocación de recibir a los más rotos y rotas, cuidarlos, abrazarlos y acompañarlos siempre y más allá de cualquier circunstancia.
“Te damos gracias Señor por Tu amor, no abandones la obra de tus manos”
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