Nacer es abrirse al mundo de las paradojas. Por: Juan Rosasco.
Nacer es abrirse al mundo de las paradojas
Por: Juan Rosasco. Hogar de Cristo Enrique Angelelli, Formosa, Argentina.
El niño en el vientre de la madre experimenta una unidad amorosa. No hay esfuerzo, todo llega puntualmente, la temperatura está regulada, no hay ruidos molestos… Es la experiencia de plenitud y de comunión que todo ser humano lleva grabado hasta en los huesos. Nacemos, se abre un mundo inmenso y maravilloso, lleno de colores, sabores, sonidos, sensaciones jamás soñadas. También se acaba la experiencia de unidad y comenzamos a descubrir la diversidad, a los otros, las otras, lo otro. Podríamos decir que nacer es la primera experiencia de opuestos que necesitan ser armonizados en uno: la unidad y la diversidad. Y el drama es que necesitamos los dos, no podemos quedarnos solamente con la unidad o con la diversidad, cada persona hace una síntesis original y única.
Para los que creemos Dios, no importa desde que tradición sagrada, estamos desafiados a otra síntesis que define nuestra fe: El Creador Eterno Padre Universal, que nos ama con ternura y puso en nosotros esa sed de eternidad, y pegadito a eso la experiencia de la fragilidad, el tiempo que pasa, el juego de libertades en el que estamos metidos cotidianamente, poner todos nuestros esfuerzos y que las cosas no salgan. El drama de poder y no poder y Dios que no cambia las cosas mágicamente, sino que nos invita a ser responsables de nuestra pequeña historia y la universal.
Puede ser mucha introducción para lo que queremos compartir. Como diría una amiga construiste una pista de aterrizaje y bajó una cajita de fósforos. Simplemente les queremos compartir el nacimiento del Centro Barrial Enrique Angelelli, en Ingeniero Juárez, Formosa.
Todos sabemos que lo único bueno que tiene el narcotráfico y el negocio de las adicciones es que no discrimina a nadie, no hace diferencias de culturas ni de clases sociales. En cada lugar tiene sus particularidades. No es igual en una villa de Capital, en la periferia desindustrializada, en un pueblo chico o en una gran concentración urbana, no es igual, pero es lo mismo.
Unas pinceladas para que tengan el paisaje de esta zona. Los pueblos indígenas (Wichí, Qom, Pilagá y Nivaclé) habitan estos territorios desde por lo menos 7.000 años. Tierra de abundancia, de comunión, todo estaba allí al alcance de la mano: el pescado, los animales, los frutos del monte, la madera… Nadie amontonaba para mañana, cada día tenia lo necesario. Juntar más de lo necesario significaba que luego habría hambre. Los bienes eran simplemente para gozarlos, compartirlos o intercambiarlos. No existe la palabra pobre o rico en la lengua de estos pueblos.
1900 primeros ingenios, primer doloroso desencuentro, familias enteras trasladadas a trabajar en la zafra. Volvían los sobrevivientes endeudados para la siguiente cosecha. Pero el monte seguía siendo el refugio para sus vidas y su alegría.
1930 la llamada conquista del desierto verde. Avanza el ferrocarril, el ejército, la gendarmería, los comerciantes, los criadores de animales, las iglesias… una gran invasión a sus territorios. Para que comprendamos es como si un día llega un grupo de gente y te expulsa de tu casa, te pone alambres y te dice que no podés pasar, destruye los supermercados, almacenes y farmacias, que en ese tiempo era el monte. Ya no hay dónde ni cómo vivir. Mucho dolor, mucho enfrentamiento, matanzas, más de lo que nosotros podemos pensar. Lo profundo del monte volvió a ser el refugio de la vida y la alegría. Todavía había espacios de libertad.
La vida continuó, nacieron ciudades con sus escuelas, hospitales, comercios, agua potable, las primeras horas de luz eléctrica. Todos bienes atractivos. Muchos dejaron el monte para mal vivir en los bordes de las ciudades. Es la atracción de la ciudad, junto con un monte empobrecido por los emprendimientos extractivos que lo desbastaba. Desaparecían los quebrachos centenarios para convertirse en durmientes de ferrocarril y postes de alambrado. Otras maderas eran convertidas en carbón. Los animales ya no abundan, los ríos contaminados en sus nacientes por las empresas mineras.
De hijos de la Madre tierra pasaron a ser despreciados caminantes de las calles de los pueblos, ofreciendo artesanía, trabajando por unas monedas, insultados al pasar… se sumaron a los “nadie, los que no tienen idioma sino dialecto, los que no hacen arte sino artesanía, los que no tienen religión sino religiosidad… “.
Y llegó esta nueva generación de políticos que les quitaron lo que quedaba de ciudadanía para ser clientes, beneficiarios de indignos subsidios que los considera inválidos.
Primero llegó el vino, el alcohol, el cigarrillo, el azúcar con sus gaseosas, las harinas, los fritos, los solventes, los porros, los fasos, la pasta…
Perdón, lo que querían ser unas pinceladas terminó siendo un mural, algo desprolijo.
Y aquí estamos naciendo como Centro Barrial, nuestro embarazo duro como tres años. Nos juntábamos, hacíamos diagnósticos, pensábamos metodologías, escribíamos cartas abiertas, participamos de los encuentros de discusión sobre la problemática de la droga. Con todos los vecinos sufrimos la impotencia cuando niños, casi adolescentes, por las noches apedreaban casas, gritaban enloquecidos bajo el efecto de distintas substancias. Grupos descontrolados pero comandados, así permanecían impunes los verdaderos autores de robos y casas quemadas. Pobres enfrentados con pobres, río revuelto ganancia de pescadores. Y los pescados van siempre a la misma canasta… a los bolsillos de los que siguen enriqueciéndose más y más.
Ya cansados del embarazo sin parto, llegó la invitación… hay un encuentro, en Ramos Mejía, la Familia Grande del Hogar de Cristo, vamos es todo pago, va a estar bueno… Una oración sintetiza todo: si ellos pudieron, ¿por qué nosotros no?
En una semana presentamos papeles, expedientes… Entrevistas, visitas y supervisiones. Nos faltaba casi todo, pero empezamos con lo que hay. Sacamos sillas del templo, unas cajas de tiza, marcadores, unos lápices de color a medio usar, la libreta del almacén (yerba, azúcar, galletitas, una garrafa, una hornalla, una pava, una olla, unas jarras, unos vasos de plástico… ¿qué más?
Esa primer semana nos movimos entre las certezas y las intuiciones, entre lo programado y lo que irrumpe, entre lo ideal y lo posible. Cada día es volver a inventarse. Como en los juegos de cartas, terminaba la mano, se juntaban las cartas y se volvía a dar. Hubo días de 33 de envido siendo mano, pero nadie vino a jugar, y otros que había que mentir con dos 4 y un ancho falso.
Igual cada día lo celebramos. Vino uno, ese ya vale la pena… todas estas mañanas caminando y esperando se llenaban de sentido con una pregunta o con los primeros grupos que se juntaron para el taekwondo, una película o un chocolate. Visitamos las instituciones, los vecinos… Saber vivir y gozar con lo pequeño y lo grande, con los aciertos y los intentos.
Un punto aparte merecen los misioneros de la Familia Grande de los Hogares de Cristo. Cada uno, que regalo. Hermoso verlos… Nos revolucionaron y los revolucionamos. Están llenos de fuerza, entusiasmados, es decir llenos de Dios. La fuerza de ellos de donde viene, de la fragilidad, de reconocerse necesitados, de haber tocado fondo. Eso es lo que los hace tan atractivos, uno puede acercarse sin miedos, favorecen el encuentro de igual a igual. En este contexto de tanto dolor y tanta discriminación, su presencia es buena noticia, nos ayudan a renovar la certeza que es posible y que la última palabra siempre es la vida abundante que el Padre Dios nos prometió y se comprometió.
También decimos que los revolucionó, no porque esta realidad sea más fuerte que otras que hayan conocido, los conmueve profundamente lo que se esconde a las miradas cegadas por los lentes de los prejuicios: pocas cosas son necesarias para ser felices, llenarnos de cosas nos distrae de lo importante; para encontrarnos necesitamos tiempo, para que las almas dancen, en la vida apurada confundimos el encuentro con estar cerca un rato; la tierra es nuestra Madre, no somos dueños de ella, somos parte, el asfalto, las veredas, el ruido nos limita percibir la comunión con la creación. La tierra, el agua, el fuego y el viento, los cuatro elementos esenciales, que están presentes en todo, aquí tienen plenitud de significado.
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